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lunes, 3 de mayo de 2010

HUASTA: Pueblo de músicos apuesta por su patrimonio natural: los bosques de quenuales

El ascenso se inició a la una de la tarde. Cerros verdosos primero, agrestes colinas de piedra después. Horas más tarde, un abra de viento violento y persistente granizo

ÁNCASH. Aquel fue un día de situaciones extremas e inesperadas. El sol que acompañó el amanecer de ese 20 de abril no hacía presagiar los sucesos que sobrevendrían después. Los arrieros de la comunidad campesina de Huasta debieron aparecer a las ocho de la mañana con los burros y caballos, pero llegaron recién al mediodía: “No es fácil conseguir tantas acémilas juntas en la puna”, comentó Israel Laureano Jacha (48), campesino, padre, músico y entusiasta guía y protector de la inusitada caravana.


La expedición —integrada por 20 personas, entre investigadores del Instituto de Montaña y campesinos de Huasta— había llegado muy temprano a Pachapaqui, un poblado ubicado a dos horas de Huaraz, para iniciar desde allí una caminata de seis horas (“nosotros lo hacemos en tres, ustedes seguro necesitan el doble”, auguró con precisión Israel Laureano) hacia la helada puna de Huasta, lugar en el que se refugia uno de los últimos bosques de quenuales, los únicos árboles capaces de crecer hasta por encima de los 5.000 metros de altura.

El ascenso se inició a la una de la tarde. Cerros verdosos primero, agrestes colinas de piedra después. Horas más tarde, un abra de viento violento y persistente granizo. Y por encima de todo, atravesando las montañas, la inhóspita y silenciosa puna. Sobre los más de 5.200 metros el frío parece arrebatar el olor a las cosas: apenas algunas plantas mantienen su aroma y compiten con el frío que adormece todo.

Nueve horas después de una accidentada caminata, en la más completa oscuridad, bajo un cielo estrellado y con un burro perdido, la extenuada expedición acampó sobre las faldas de los nevados Chicra, Chaupiccanca y Solitaccanca, en el corazón de una pampa con viento extraño que los campesinos llaman Jupaymarca, el lugar donde se refugian las almas. En este desolado paraje, a un paso de los quenuales que los habitantes de Huasta quieren proteger como área de conservación comunal, cada expedicionario refugió sus sueños y desvelos.

EL PROTECTOR
Fue en esta fría puna de Huasta que Israel Laureano dice haber visto al diablo. No se lo contaron. Él lo vio. Se le presentó en forma de un agresivo zorro. Desde entonces camina siempre a paso firme, al lado de su perro. Y silba, o habla, pero no calla, porque en las alturas el silencio no es bueno, dice. Israel es el presidente del comité de reforestación de quenuales —un proyecto que impulsa el Instituto de Montaña (IM)— en las tierras de la comunidad. Podríamos llamarlo el protector de los quenuales pero no sería preciso, ni justo. Laureano pertenece a una estirpe distinta, es un guardián de su cultura.

“Hace una década nomás usábamos ciegamente el árbol del quenual para hacer leña u otras obras de carpintería, porque su madera es dura, pero no entendíamos el daño que hacíamos, ahora ya conocemos su importancia para la cobertura de agua y la existencia de plantas medicinales”. Israel habla despacio, sin apuro. El tiempo en la puna es apenas una sucesión de silencios y contemplaciones.

El protector de Huasta está sentado sobre una enorme rama de quenual que se arrastra sobre el suelo para luego erguirse caprichosamente en el aire, como arrancado de un cuento de hadas. “Nosotros queremos conservar estos árboles para nuestros hijos, no queremos que desaparezcan”. La imagen de Israel Laureano es una postal de la resistencia: las ramas del viejo quenual lo cubren todo, al fondo se luce, imponente, el nevado Paria, a un costado discurre un manantial, en los alrededores el verde lo ha cubierto todo. “Quenualito que habitas en la puna, en las alturas del mundo/ imploro al cielo que haga un milagro por tu existencia/ quenualito, entonces por qué te sientes solito en las altas punas/ si tú eres la planta que alberga diferentes plantas medicinales/ siéntete orgulloso porque tu sombra da agua/ en tu seno viven especies”. Israel rebusca en su memoria la letra de una de las canciones que compuso con otros dirigentes para movilizar y sensibilizar a Huasta. Miles de árboles ya se lucen desde que empezó la reforestación, en el 2007.

UNA HISTORIA DE AMOR
Huasta tiene el bucólico encanto de un pueblito encerrado entre verdes cerros y un cielo en el que el viento arrastra los frágiles rabos de nube. Su origen narra la historia de un amor prohibido: los hijos de dos pueblos rivales, Llaucapunta y Huacaulla, se enamoraron, se rebelaron y consumaron su amor en una planicie entre ambas comunidades, un lugar en el que se amarraba el ganado. Así se fundó Huata (que significa amarrar). Pero en esta versión andina de Romeo y Julieta algo no se oyó bien: los españoles bautizaron el nuevo pueblo como Huasta.

Desde entonces el amor —dicen— ha marcado los destinos de Huasta. A Juan Sánchez, un hijo de Vicos, otro distrito ancashino, Huasta lo enamoró hace ya tanto que no se acuerda. Por amor camina horas, días. Que su frágil apariencia no engañe. Juancito tiene 63 años y el don de la omnipresencia. Durante la expedición atendió infinidad de peripecias: colocó el cincho a los burros, recogió del suelo a varios, curó soroches con plantas silvestres, contó chistes y escuchó penas. Siempre estaba al frente o varios kilómetros atrás, acompañando al último de la fila. La agilidad garantizaba su ubicuidad.

LA GRAN RESERVA DE AGUA
La pasión por los quenuales se contagia. Ningún otro árbol en el mundo crece a tanta altura. Aquí y en el Cusco se concentran los bosques más grandes de Polylepis (nombre científico). Marianna Mindreau, jefa del proyecto de quenuales del IM, habla enamorada de estos árboles.

“Huasta se ubica entre el Parque Nacional Huascarán y la Reserva Nacional del Huayhuash, lo que se busca es promover un corredor biológico que garantice la sostenibilidad de ambas áreas”. La joven investigadora dice que estos árboles pueden salvarnos del impacto del cambio climático: “Captan el agua de la atmósfera y la introducen en el suelo como ningún otro, ante el retroceso de los glaciares ellos garantizan las reservas de agua”.

El gran temor de los campesinos de Huasta es que algún día el agua se acabe. También por eso reforestan. El presidente de la comunidad campesina, Antonio Velásquez, uno de los que jamás mostró un gesto de cansancio durante los cuatro días que duró la expedición, denuncia el acecho de la minería ilegal. Dice que la minera Ortega extrae ilegalmente cuarzo de su territorio y que otras rondan y exploran. El Ministerio de Energía y Minas ha confirmado que dicha minera no tiene autorización para explotar.

Lejos de estos y de otros miedos (los terroristas asesinaron a sus autoridades hace 20 años), Huasta es hoy un pueblo de 2.000 habitantes de refinados gustos musicales. Entre sus estrechas calles y casas de adobe crecieron Enrique Delgado, promotor del grupo Los Destellos, integrantes de Néctar y miembros de una veintena de orquestas y bandas. Más de la mitad de sus habitantes toca algún instrumento. El secreto lo da Israel Laureano: “Quien bebe agua de Huasta se encanta, el agua es todo”.

Publicado por El diario El Comercio

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